La Consumación de la Independencia: una tarea permanente.
Mensaje de los obispos mexicanos con motivo del Bicentenario de la Consumación de la Independencia de México
(Primera de dos partes)
Al cumplirse doscientos años de la Consumación de la Independencia de nuestro país, en medio de una crisis sanitaria, económica y social, deseamos brindar a todas las mexicanas y los mexicanos, una palabra de aliento y esperanza. Este momento, festivo sin duda, también es ocasión de reflexión sobre nuestra identidad y sobre el destino común, inmediato y mediato, de nuestro pueblo.
Queremos elevar una plegaria de gratitud por los dones tan preciosos de la Patria, la libertad y la vocación de unidad, que el Señor de la historia nos concede para construir el presente y el futuro de México.
Nuestra palabra de conmemoración no pretende sustituir la indagación histórica; por el contrario, la aprovecha, la anima y la respeta. En efecto, los resultados de la más reciente investigación rigurosa sobre la Consumación de la Independencia, hoy resultan muy alentadores para esclarecer una gesta particularmente olvidada, cuando no tergiversada, para la memoria colectiva nacional, corrigiendo versiones anquilosadas que hoy no se pueden seguir sosteniendo.
Teniendo presente esto, como Pastores de nuestro pueblo mexicano, ofrecemos algunas consideraciones que brotan de la fe, de la certeza de que el Señor de la historia conduce a las personas y a los pueblos hacia la plenitud de su Reino, que desde ahora nos compromete a la construcción de una sociedad fraterna, justa y pacífica.
Los cristianos estamos llamados a ser protagonistas y fermento de nuestra vida en común: escudriñando los signos de los tiempos, tanto a la luz de la razón como de la fe, para celebrar los bienes heredados y corregir los rezagos e injusticias que dañan a grandes sectores de nuestra sociedad en su dignidad y en sus esperanzas.
Ya en la carta pastoral del año 2010, al conmemorarse el Bicentenario del inicio de la gesta libertaria, los obispos de México, como hombres de fe y como pastores, propusimos una mirada y una valoración de la Independencia y de sus insignes iniciadores: Miguel Hidalgo y Costilla, José María Morelos y Pavón, Mariano Matamoros, José María Cos, entre otros. Lo anterior lo hicimos teniendo presente el sentido cristiano de la historia, es decir, la lectura de dicho movimiento emancipador visto en el contexto de la Historia de la Salvación1.
En esta misma carta los obispos mexicanos hemos exhortado a toda la Iglesia a pedir perdón por las infidelidades de sus miembros, y la gracia y creatividad necesarias para impulsar, junto con toda la ciudadanía, el desarrollo integral y equitativo de nuestro país2. Es con este espíritu de reconciliación, de saber pedir perdón y perdonar, de reconocer los méritos y las culpas, con lucidez crítica y actitud solidaria, con el que debemos celebrar la presente efeméride de nuestra historia patria.
Queremos precisar ahora que en la vorágine de la violencia y del odio de aquellos años, en los excesos de las partes contendientes, es difícil que alguien quedara libre de pecado; asimismo, que la prolongación de esa guerra por la independencia, y su represión, con la cauda de muertes y destrucción, condujeron a que la nación que se gestaba tuviera sed ardiente de una paz justa que vio realizable en las Tres Garantías.
En esta perspectiva y en sintonía con el actual Proyecto Global de Pastoral 2031-2033, ofrecemos ahora unas palabras sobre el momento decisivo en el que nuestro pueblo pudo ver cumplidas sus aspiraciones de paz y de libertad con la Consumación de la Independencia nacional. En ello hemos visto un movimiento político y social con profunda raigambre religiosa católica que se continuó a lo largo de once años, desde 1810 hasta 1821.
Hoy, al celebrar nuestra Independencia, reiteramos la necesidad de construir unidad desde una diversidad derivada de formas de vida, costumbres e incluso visiones divergentes, mostrándonos disponibles para contribuir al bien común con justicia e igualdad, esto es, a construir «la casita sagrada»3 que nos pidió Santa María de Guadalupe para todos sus habitantes.
Nuestro deseo se apoya, precisamente, en el ejemplo y en el legado del modo como finalmente México consiguió su independencia absoluta de España; modo que ha sabido conciliar y no destruir; unir y no separar; construir sobre la razón, la fe y la experiencia histórica, así como sobre la búsqueda de consensos.
- Una mirada iluminadora de la Consumación de la Independencia
Durante 1821 se dio, en la entonces América Septentrional, un acontecimiento histórico excepcional: un nuevo país independiente nació dentro de un orden constitucional cuya vigencia se respetó mediante un modo o proyecto político abierto, conciliador y eficaz.
Este modo o manera de ser libres significó en su momento, un enorme esfuerzo, innumerables sacrificios, y muy poco derramamiento de sangre. Consistió en crear un nuevo Estado libre, soberano e independiente, sobre la base del reconocimiento provisional de la vigencia de la Constitución española de Cádiz, en los diversos territorios que componían entonces el inmenso virreinato de la Nueva España. Constitución que sería modificada primero por el Plan de Iguala y luego mediante el Tratado de Córdoba, para establecer, entre los tres documentos, las bases constitucionales del nuevo Estado bajo la forma gubernativa de una monarquía no absoluta, sino limitada, con división de poderes, bajo el nombre de Imperio Mexicano, con el respeto incondicional de las Tres Garantías políticas: Independencia, Religión, y Unión. Así como mediante el establecimiento de la más absoluta igualdad civil entre todos sus habitantes, sin importar su origen geográfico o racial, cosa esta última que no reconocía la Constitución de Cádiz4.
Este proyecto coincidió, desde 1808 en adelante, en gran medida con los anhelos y programas de autonomistas e insurgentes; por supuesto en la salvaguarda de la religión, en la búsqueda final de la independencia, e incluso en la defensa de la unión, como se advierte en propuestas de Ignacio Rayón, José María Cos y el propio José María Morelos, siempre bajo el supuesto de la independencia absoluta.
Asimismo, insurgentes y trigarantes estuvieron de acuerdo en la división de poderes garantizada por un orden constitucional. Es verdad que la monarquía, como forma de gobierno, no coincidía con la más acabada propuesta de la insurgencia, esto es, la Constitución de Apatzingán, de tipo republicano parlamentarista, porque el proyecto trigarante ponderaba la diversidad de regiones políticas en el inmenso territorio, así como la necesidad de un ejecutivo fuerte y estable para concentrar los esfuerzos en la búsqueda más eficiente del bien común. No prosperó esta forma de gobierno, pero a fin de cuentas varios de esos valores de alguna manera aparecen en la forma federal y presidencialista de la Constitución republicana de 1824, y aún en la actual.
A diferencia de la Constitución española -sin duda escuela para la politización del pueblo novohispano a través de los ayuntamientos constitucionales, las diputaciones provinciales y la libertad de imprenta- el modo mexicano de ser libres supuso la igualdad de derechos ciudadanos para todos los habitantes, la independencia absoluta, una mayor representación y participación políticas, así como una división territorial más acorde con la realidad administrativa y geográfica de esa inmensa América Septentrional, y coincidió con el reconocimiento de los derechos del hombre.
Para la religión católica, el proyecto de Iguala significó mayor seguridad; y para la Iglesia, la oportunidad de liberarse del rígido y abusivo Patronato al que la Corona española la tenía sometida. Ya en 1810, el movimiento de Hidalgo y sus seguidores enarboló la bandera contra la impiedad y el regalismo avasallante, no obstante que algunos miembros de la jerarquía sostuvieron una actitud negativa frente a dicha causa justa; actitud que se repetiría por parte de otros jerarcas peninsulares durante el año de 1821, si bien en absoluta minoría. Asimismo, en 1821, el movimiento trigarante impugnó reformas de las Cortes de Madrid que no sólo desconocían derechos de la Iglesia, sino que de manera unilateral extinguían institutos religiosos y reducían el número de eclesiásticos, confirmando así el principio fundamental de que la reforma de la Iglesia es tarea permanente –Eclesia semper reformanda– pero siendo ella misma el actor principal, y siempre en la construcción de consensos que no mermen ni desconozcan su misión.