China, puntera en moderno control de la gente

El Partido Comunista se asegura un control sencillo y absoluto sobre la población

 

Con un solo clic te destrozan la vida: el modelo totalitario chino mediante el código sanitario

 

Religión en Libertad. 02 marzo 2022.

 

En sus décadas de historia represiva, con ejecuciones masivas y campos de reeducación, nunca el régimen comunista chino había conseguido controlar a sus 1400 millones de súbditos de forma tan simple como entrando en el bolsillo de cada uno ellos a través de su teléfono móvil. Ahora puede, gracias a una simple aplicación y con la excusa del covid.

Lo cuenta Leone Grotti en Tempi.

Qué hermoso modelo: destruyo tu vida con un clic

Xie Yang, de 50 años de edad, es un abogado muy famoso en China que lucha por el respeto de los derechos humanos. Habiendo defendido en los tribunales a cristianos perseguidos y a víctimas de abuso por parte del régimen comunista, está bajo el control constante de las fuerzas del orden. Acostumbrado a estar vigilado por decenas de agentes, no se sorprendió cuando, el 5 de noviembre pasado, la policía intento disuadirlo de ir a Shangai para visitar a la madre de Zhang Zhan.

Zhang fue condenada en 2020 a cuatro años de cárcel por haber contado, en las primeras fases de la pandemia, lo que estaba ocurriendo realmente en Wuhan. Según las últimas noticias difundidas por la familia, la mujer está muriendo de hambre en la cárcel. Ignorando las advertencias de la policía, el señor Xie fue al aeropuerto el 6 de noviembre para embarcar en un vuelo directo a Shangai. Llegó a las 5 para embarcar en el vuelo de las 7.55, para el que ya tenía su billete, cuando a las 5.29, de repente, su código sanitario se puso rojo.

El código sanitario es el equivalente chino a nuestro green pass [pasaporte covid] y determina, a través de los colores del semáforo, el riesgo que la persona haya contraído el covid-19. Cuando el código sanitario, que se puede consultar solo a través de la APP, es verde, el ciudadano puede realizar cualquier tipo de actividad y puede ir a cualquier lugar que desee. Cuando está naranja, se dispara la obligación de aislarse y de efectuar tres tests de antígenos durante los siete días sucesivos. Si el resultado es negativo, es posible pedir a las autoridades que modifiquen el color del código para que vuelva a ponerse verde. Pero si el código es rojo, es obligatorio ponerse en cuarentena durante al menos dos semanas y no es posible acceder a edificios, negocios y transporte público. Según una investigación realizada en enero por el periódico estatal Pengpai Xinwen, “no está claro en base a qué criterios el código sanitario cambia de color“.

Al estar vacunado, ser el resultado del test de antígenos negativo y no haber abandonado Changsha, declarada por el gobierno “Covid free“, durante semanas, el abogado acusó a las autoridades que intentaban llevarlo a la fuerza a un centro para la cuarentena de “represión política” con la excusa de la prevención sanitaria. “El Partido comunista chino nunca ha tenido un modo más eficaz para el control de la población“, declaró en una entrevista tras ser obligado a volver a casa. En la China pre-covid, para impedir que viajara a Shangai las autoridades lo habrían seguido, dado caza y hecho desparecer físicamente; ahora basta con modificar, desde un lugar remoto, un código sanitario. En enero la policía completó la obra, arrestando a Xie con la acusación de incitar a la subversión del poder estatal.

Las víctimas y las cuentas que no cuadran

El caso de Xie demuestra hasta qué punto la pandemia es la gallina de los huevos de oro para el gobierno chino. De hecho, el covid-19 le ha ofrecido al régimen la excusa perfecta para recorrer el último tramo y transformarse en la dictadura más avanzada del mundo, explotando para su propio beneficio los mejores hallazgos de la tecnología.

La obsesión por el control no es una novedad para China, pero nunca el Partido comunista había conseguido controlar a sus 1400 millones de ciudadanos desde detrás de una pantalla entrando a través del móvil inteligente en los bolsillos de cada habitante del país. Es aún peor: actualmente el régimen tiene un “buen” motivo para ejercer su control, a saber, proteger la salud de las personas. Y, obra maestra final, afina sus instrumentos de represión entre los aplausos del mundo occidental, que alaba a Pekín por la estrategia “cero covid”. Pero el modelo chino tiene poco que ver con la prevención sanitaria y mucho con la política.

Quien alaba a China, como Walter Ricciardi, el asesor del ministro de Sanidad [de Italia] Roberto Speranza, subraya ante todo el reducido número de muertos que la pandemia ha causado en el Celeste Imperio: apenas 4.636, y solo dos personas han muerto después de abril de 2020. Es decir, en China la pandemia tendría un índice de mortalidad 800 veces inferior al de Estados Unidos. Pero según un estudio realizado por George Calhoun, director del programa de Finanza cuantitativa en el Instituto de tecnología Stevens, los datos han sido gravemente modificados. Aplicando al Dragón el modelo matemático desarrollado por el Economist para descubrir el número real de víctimas de la pandemia, ha concluido que los datos chinos “han sido subestimados en un 17.000 %“. Por consiguiente, las víctimas no serían 4.636 sino 1,7 millones: “La mortalidad declarada por el gobierno chino es imposible desde un punto de vista médico, estadístico, biológico, político y económico”.

La locura de las restricciones

Bastaría esto para que marchitara la corona de laurel que rodea la cabeza del presidente chino Xi Jinping; pero incluso si los datos comunicados por el gobierno fueran verdaderos, no cambiaría nada. Con tal de erradicar el virus -aceptando que esto sea científicamente posible-, Pekín está convirtiendo la vida de los chinos en un infierno, adoptando medidas tan draconianas como carentes de sentido.

En Shenyang, capital de la provincia nororiental de Liaoning, ocho millones de habitantes, a pesar de no registrarse nuevos casos de covid desde hace meses, han iniciado la cuarentena más larga del mundo: para entrar en la ciudad hay que aislarse durante 56 días y, en ese periodo, hacerse un mínimo de diez tests de antígenos. En otras regiones la duración de la cuarentena es inferior, pero nunca por debajo de los 21 días. Las farmacias deben fichar a todos los que compran fármacos antigripales o vitaminas y transmitir los datos al gobierno, que los cruza con los del código sanitario.

Para qué sirve esta política, en Pekín lo han comprendido a finales de enero. Millones de residentes de la capital se despertaron y sufrieron un ataque de pánico al descubrir que su código sanitario estaba bloqueado y que, en consecuencia, no podían ir al trabajo. Las autoridades hablaron de un problema técnico, pero según los pekineses se trató de un truco para obligar a millones de personas a someterse a un nuevo test de antígenos en vista de los Juegos Olímpicos, cuya fecha de inicio estaba prevista para el 4 de febrero. Además, todos los que entraron en una farmacia en las dos semanas anteriores recibieron un mensaje en el móvil que les imponía efectuar un test de antígenos “en las 72 horas siguientes”. Quien se negaba sufría el bloqueo del código sanitario “que podría impedirle salir y vivir normalmente”, decía el mensaje.

Además de la espada de Damocles del código sanitario, los chinos ya saben que pueden acabar, en cualquier momento y sin motivo, en un confinamiento que puede durar meses. De hecho, desde hace dos años el régimen ha empezado a valorar a los cuadros locales del partido en base a su eficiencia en la prevención de focos: basta dejarse escapar unos pocos casos positivos para pasar de secretario de una gran ciudad a gregario de una aldea perdida. Es la razón por la que muchos exageran, convirtiéndose en supercontroladores. En la capital, seis barrios se cerraron antes de las Olimpiadas de la noche a la mañana: cientos de miles de residentes no pudieron salir de casa en dos semanas sin ni siquiera saber el motivo. “No nos han dicho nada, me gustaría que hubiera más transparencia”, declaró a Associated Press un anciano residente que vive cerca de la Villa Olímpica.

Noventa tests de antígenos en siete meses

En el último año, los habitantes de Ruili, en la frontera con Myanmar, han pasado casi tres meses encerrados en casa. Cada vez que se descubre un caso de contagio, se obliga al confinamiento y a la realización de tests de antígenos masivos. Un hombre ha testimoniado online que le han hecho 90 tests de antígenos en siete meses. Un padre ha denunciado que a su hijo de un año de edad le han hecho 74 tests de antígenos. En doce meses, 200.000 personas han huido al no soportar vivir así y el gobierno, para impedirlo, impuso 21 días de cuarentena para todo aquel que quisiera abandonar la ciudad. La gente está tan aterrorizada ante la idea de resultar positiva que intenta evitar hacerse los tests y la ciudad de Harbin ha llegado a ofrecer 10.000 yuans, unos 1.500 euros, a todos los que se los hagan y resulten positivos.

Los 13 millones de habitantes de Xi’an han estado confinados en casa durante un mes, con la prohibición absoluta de salir por cualquier motivo, después de que se descubrieran en la ciudad apenas 1.600 casos. El confinamiento, definido como “inhumano” incluso por un miembro local del Partido comunista que fue inmediatamente arrestado, ha desencadenado la protesta online de los ciudadanos. Las grabaciones de residentes que ya sin alimentos recurrían al intercambio –”un iPhone por un saco de arroz”- para no morir de hambre, publicada en WeChat, han dado la vuelta al mundo. Para salvar la cara, el gobierno ha prohibido que se critique online el confinamiento y decenas de personas han acabado en la cárcel por haber dado voz a su desesperación.

Se pone en la picota a quien no se comporta bien

La aplicación de las normas es tan rígida que resulta inhumana. Una mujer, embarazada y en su octavo mes, presa de los dolores del parto, fue abandonada fuera del hospital porque el test de antígenos que se había realizado dos días antes había caducado. Sentada en la calle helada en un taburete de plástico, con un charco de sangre a sus pies, perdió a su hijo. Una segunda mujer embarazada perdió a su hijo por el mismo motivo. El padre de una joven, con fuertes dolores en el pecho, murió porque todos los hospitales a los que fue en ocho horas se negaron a ingresarlo porque sus síntomas no tenían que ver con el covid.

Estas historias hacer surgir de nuevo los fantasmas de las primeras fases de la pandemia y, en especial, la historia de Yan Xiaowen. Contagiado por covid, llevaron a la fuerza al hombre a un centro para la cuarentena y le obligaron a dejar en casa solo a su hijo de 17 años con parálisis cerebral. El Partido comunista local de la ciudad de Yanjia prometió que se ocuparía de él, pero, demasiado ocupado en gestionar los contagios, le dejó morir de hambre.

La estrategia “cer.o covid” china no hace prisioneros ni le importa nada más. En Anyang, donde 5,5 millones de personas estuvieron confinadas cuando se descubrieron dos casos de la variante Omicron, los 4.040 estudiantes de la escuela Yucai, desde el jardín de infancia al bachillerato, fueron confinados en tres centros distintos muy lejos de sus familias después de que se descubrieran nueve casos de covid en el colegio. En Jingxi, en la provincia de Guangxi, cuatro personas acabaron en la picota y obligadas a desfilar en público el 28 de diciembre como sucedía durante los oscuros años de la Revolución cultural. Se les había acusado de haber violado las medidas anti-covid. También en este caso, el vídeo de los agentes que los escoltaban por las calles se ha hecho viral: en las imágenes se ve a los cuatro detenidos llevando carteles con sus nombres y su foto, vestidos con las EPIS. El mensaje es claro: los nuevos enemigos de clase son los chinos que se contagian y que no respetan los dictámenes del Partido comunista.

Chi Chunhuei, docente de Salud pública en la Oregon State University de Estados Unidos no tiene ninguna duda sobre las razones que hacen que el gobierno chino se comporte de manera tan irrazonable: “El Partido comunista siempre necesita demostrar que es el único sujeto legitimado para gobernar. A nivel nacional, quiere contener a toda costa los focos para evidenciar la bondad de las propias políticas. A nivel mundial, intenta demostrar que China es la salvadora del mundo y no el país que ha dado origen a la pandemia”.

El nuevo Mao, más que Mao

El fin último de ambos objetivos, políticos y no sanitarios, es mantener al Partido comunista en el poder en China. La estrategia “cero covid”, a través de la utilización desvergonzada del código sanitario y los confinamientos, permite ese control omnipresente y constante de la población que el régimen no tenía ni siquiera bajo Mao. Y Xi Jinping sabe que lo necesitaba sobre todo este año, no solo para que las Olimpiadas de invierno funcionaran a la perfección, sino sobre todo para llevar a cumplimiento una revolución histórica dentro del régimen.

En otoño tendrá lugar el XX Congreso nacional del partido, durante el cual se nombrará el nuevo secretario comunista. Si Xi, en el poder desde 2012, es reelegido, tendrá lugar una ruptura con los 40 años precedentes, durante los cuales se firmó el principio del liderazgo colectivo, en oposición al culto a la personalidad reservado a Mao y que tanto desastres ha traído al pueblo chino. Desde la muerte del Gran Timonel nunca nadie ha guiado el partido y el país durante más de diez años. Xi podría conseguirlo, no solo porque es más poderoso que los anteriores peces gordos del régimen; no solo porque ya ha purgado a todos sus adversarios con campañas anticorrupción; no solo porque ya ha hecho modificar la constitución y el estatuto del partido para hacer que este paso sea posible, sino también porque hoy tiene el control total de la población y puede decidir, con un simple clic, quién puede salir de casa y quién no.

Xi Jinping, también gracias a la pandemia, se convertiría en el nuevo Mao. Con una diferencia: la China de los años 50 y 60 era débil, hoy le planta cara a Estados Unidos. Quien ha exaltado el modelo chino en los últimos dos años tal vez se arrepienta pronto de haberlo hecho.

Traducido por Verbum Caro.

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