Las Brigadas Femeninas Cristeras “JA”

Las mujeres de la Cristiada

 

(Tomado de “Inspírame Dios”, en el Portal de la CEM, 070819).

 

La historia cristera se convirtió en una narrativa oculta e ignorada. Cuando se invocaba, el gobierno del siglo XX, a través de novelas, el cine y la propaganda verbal de algunos maestros de la SEP, difundía que los malos y atrasados de ese tiempo fueron los cristeros, los sacerdotes y las mujeres involucradas, no se diga los hacendados. Así, los buenos y progresistas fueron los maestros rurales, los agraristas, el ejército y los funcionarios del gobierno. Esta retórica continuó a lo largo del siglo XX. Como ejemplo, en 1948 el director Emilio Fernández, dirigió a la hermosa María Félix en Río Escondido, en el que ella personifica a Rosaura, una heroica maestra rural. En la tragedia que acontece en la película, la Iglesia católica está representada por un cura borracho y deprimido; es la maestra -que va a alfabetizar a la oprimida población- la que rescata del alcoholismo al padre y lo de- vuelve a su compromiso social.

 

La memoria de la Cristiada se conservó mínimamente en la seguridad del hogar de los descendientes de la contienda y, en los archivos de la Iglesia, que ésta no veía oportuno sacar a la luz. La visita del Papa Juan Pablo II en 1979 y la beatificación de Miguel Agustín Pro, abrieron la puerta. Ya se habló del trabajo pionero de Jean Meyer (1992) sobre la Cristiada. Pero el parteaguas que ayudó a que los historiadores se interesaran de una manera neutral, crítica y documentada, fue el restablecimiento de relaciones diplomáticas entre México y el Vaticano (1992). ¿Por qué no tenía México trato con el Vaticano? ¿qué fue lo que pasó? Para el presidente Carlos Salinas de Gortari, la situación legal de la Iglesia en México era ridícula y antimoderna, y usó su poder y sagacidad para terminar con tal anquilosamiento.

 

Es bueno recordar cómo empezó todo. La Ley Calles (1926), era una Ley Reglamentaria de varios artículos constitucionales de corte anticlerical y laicista (3, 5, 27, 28 y 130). Este ordenamiento se tradujo en el cierre de las escuelas privadas que existían, la expulsión de sacerdotes y religiosos extranjeros, la expropiación y/o clausura de las labores de caridad a cargo de la Iglesia, la limitación del número de sacerdotes en territorio nacional y la reducción de los actos de culto al recinto de los templos (las procesiones y peregrinaciones estaban prohibidísimas, por ejemplo). No se podían usar trajes con alzacuellos o hábitos religiosos. En las muchas regiones conflictuadas, un laico no podía usar una medalla. Los sacerdotes tenían que registrarse como tales en la Secretaría de Gobernación y recibir autorización para ejercer el ministerio. Naturalmente, lo común era no recibirla. Todo esto se hizo, como se comentó en la primera entrega, para “desfanatizar” a la población y hacerla “progresista”.

 

La Iglesia, ante la inseguridad de la situación y como protesta, declaró la suspensión de cultos y cerró los templos. Esto provocó el alzamiento de la gente, inicialmente de forma semi guerrillera. Y aquí es en donde hace aparición la mujer católica. Vamos a aproximarnos a estas multifacéticas mujeres. Cerrar los templos era quedarse sin sacramentos y sin doctrina, sin las importantes actividades de ayuda social que aglutinaban a las mujeres católicas y daban proyección a sus vidas, más allá del cuidado del hogar y la educación de los hijos.

 

En el campo y en muchas ciudades, los hombres partieron secretamente a la lucha, siempre animados y bendecidos por las mujeres de sus familias. Ellas sabían que muy probablemente no los volverían a ver y aún así los animaban a pelear por la libertad religiosa. Las madres, abuelas, hermanas, esposas se hicieron cargo no sólo de la casa y de los niños -cocinar, lavar, limpiar-, sino de las labores del campo, para no perder la cosecha. Araban la tierra, fertilizaban, cultivaban, cosechaban. Ordeñaban las vacas, pastoreaban las cabras y ovejas. Vendían los productos de la tierra y su trabajo manual, y realizaban intercambios comerciales en mercados y ferias. Las mujeres de los pueblos y ciudades se hacían cargo de los negocios de la familia, o buscaban el sustento como empleadas, según fuera el caso.

 

A todas esas labores, y muy en primer lugar, se añadió la conservación de la fe católica: las mujeres instruían a los niños en el catecismo, rezaban con ellos. Los niños eran preparados para la cárcel y el martirio, si así lo quería Dios. Madres y abuelas escondieron sacerdotes y monjas, habilitaron altares en alguna casa, resguardaron cálices, ornamentos, cuadros y esculturas de arte sacro; realizaron labores propias de la Parroquia, como custodiar el Santísimo Sacramento, registrar en cuadernos matrimonios y bautizos realizados en la clandestinidad. Y también cuidaron a los heridos que regresaban del frente y se hicieron cargo de los huérfanos de guerra.

 

Una vez que el movimiento se organizó militarmente -y de eso hablaremos en la próxima entrega- las Brigadas de Santa Juana de Arco (1927) desempeñaron un papel absolutamente crucial. Al terminar la guerra, eran unas 25,000 mujeres. Fundadas por el profesor, ejecutado por el gobierno, Anacleto González Flores, tenían una secrecía, prudencia y lealtad dignas del mejor ejército moderno; estas mujeres compraban a los soldados y generales del Ejército Mexicano pólvora, municiones y armas en secreto. Esto da cuenta del poco convencimiento que tenían algunos oficiales sobre la persecución religiosa. Ellas les compraban municiones con su dinero y con colectas, también secretas.

 

Las mujeres transportaban en los ferrocarriles de la época, bajo la ropa, las municiones. Este era un trabajo de muy alto riesgo y esfuerzo físico. Las mujeres confeccionaron unos chalecos de lino y algodón con 500-700 mini bolsillos en los que cabía una bala. 10 cartuchos de rifle 22, pesaba 500 gramos. El chaleco podía llegar a pesar 50-70 kilogramos. Sólo las jóvenes y solteras, con juramento de secrecía hasta la muerte, transportaron armas y municiones. Con ese chaleco se subían al tren, viajaban largas horas solas y luego caminaban por el campo atravesando las zonas boscosas en que los cristeros se encontraban. Llevaban, además, correspondencia cifrada, mensajes, mapas, medicamentos. Otras llevaban canastas con alimentos, también muy pesadas, que ocultaban rifles desarmados.

 

El presidente Calles y sus generales se enteraron, durante el inicio de la presidencia de Portes Gil (1929) -y gracias al arresto de una de estas mujeres que portaba el chaleco- de cómo hacían los cristeros para estar aprovisionados de armas, medicinas y alimentos. Así supieron cómo un ejército tan superior, en número y recursos, como lo era el del gobierno, tuvo el doble de bajas frente a la gente del pueblo. En la Ciudad de México y Guadalajara comenzaron las redadas y arrestos, pero las brigadistas no soltaron prenda ni se asustaron. Siguieron trabajando hasta los llamados “arreglos”. Estas mujeres deben ser recordadas por los creyentes católicos de todos los tiempos, y por todos los estudiosos de la Revolución Mexicana que las han ignorado, como las mujeres comprometidas y estrategas que fueron.

Este artículo también lo puede encontrar en el Boletín Guadalupano del mes de agosto

(El contenido de este artículo, es responsabilidad del autor y no representa una postura o lineamiento de Inspírame Dios).