Homenaje a 5 Mártires Durangueños, de 1926-29
Primicia del Holocausto Mexicano que fue la Persecución Religiosa de 1926-29; “la Segunda”, aún no se Valora. Ya viene neo Pacto Iglesia-Estado: en Laicismo Constructivo
Por José Agapito Salazar Ibarra. (D-21)
DURANGO, DGO., 150821.- Hoy fueron recordados los cinco mártires duranguenses oficialmente aceptados como tales por la Jerarquía católica, los cuales fueron víctimas de la persecución religiosa desatada por Plutarco Elías Calles, que finalizó con Arreglos el 21 junio de 1926.
Eso, mientras el Vaticano platica actualmente con López Obrador sobre un nuevo Pacto Iglesia-Estado en México, en base a un “laicismo constructivo”.
En efecto, la Guerra Cristera, que fue el marco del martirio de esos cinco (civilmente zacatecanos), costó más de cien mil vidas. El historiador Jean Meyer documentó poquito menos de los cien mil, en la primera edición mexicana de su obra sobre este tema.
Ese número implicó la movilización de casi la cuarta parte de la población mexicana de aquel tiempo que, de diversas maneras, apoyó a los cristeros y sufrió las represalias inevitables; pero a otros no les fue tan mal, desde algunos piadosos fieles al Clero y junto a aquéllos muchos obsequiosos con interés de por medio, no tanto: “huesos”, prebendas, impunidades, “influyentismo”, etc.
De 16 millones, 4 se involucraron.
En su angustiosa carta a los obispos de México, para que esperaran un poco y no entrasen en Arreglos con el gobierno callista (en cuya camarilla el Embajador Morrow llevaba la batuta abiertamente, coinciden varios autores), ya en medio de las negociaciones para los “Arreglos” –hoy será nuevo Pacto-que pusieron fin a La Cristiada, (fase 1926-1929), el Jefe de la Guardia Nacional, Gral. Enrique Gorostieta y Velarde, les planteaba:
“Creemos los que luchamos en el campo, que los obispos al entrar en pláticas con el Gobierno, no pueden presentarse sino representando la actitud asumida sin género de duda por más de cuatro millones de mexicanos, de cuya actitud es producto la Guardia Nacional, que cuenta por ahora con más de veinte mil hombres armados y con otros tantos que sin armas pueden seguramente ser considerados en derecho como beligerantes”.
El Ejército de Calles contaba con poco más de 60,000 hombres, y la rebelión del Gral. Escobar (marzo del 1929) le restaba 30,000, en tanto que hervía lo político electoral con José Vasconcelos, amén de la inconformidad social creciente. Pero… en esos días, como hoy, Calles contaba con todo el poderío de los EUA en su Embajador Morrow.
La población mexicana era de 16 millones de personas, la inmensa mayoría católica, que habían soportado durante años toda clase de agresiones y vejaciones por su fe, hasta que, tras agotar inútilmente todas las vías legales y prácticas, (hasta un escrito al Congreso con dos millones de firmas), pidiendo la derogación de la Ley Calles que los atacaba, decidieron tomar las armas.
Debido a esa opción, en menos de tres años Calles y su amo Morroow, procuraron a los Obispos, para los Arreglos aludidos, que se vieron necesarios desde fuera del país, por la élite norteamericana, ante la inminente II Guerra Mundial contra Hitler, que ya había revelado sus propósitos en “Mi Lucha”, escrito en prisión, en 1925.
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Y empezó el martirologio espiritual y cívico mexicano. El Pbro. Luis Bátiz Sáenz, los laicos Manuel Morales Cervantes, casado y con hijos, David Roldan Lara y Salvador Lara Puente, de Chalchihuites, de las primicias más dignas de aquel Holocauto, quienes, inermes, fueron ejecutados por odio a la Fe, el 15 de agosto de 1926.
Durante febrero de 1927 fue asesinado, por preservar el Secreto de Confesión, el P. Mateo Correa Magallanes, al oriente de la ciudad de Durango, Dgo., por orden del Gral. Eulogio Ortiz, apodado por los suyos “el mata amarrados”.
Hay otros que no han sido tomados en cuenta, y son casos documentados. Entre los sacerdotes, el P. Pedro López de la Parroquia de Pueblo Nuevo, sacrificado en 1926 y aludido como mártir por el entonces Arzobispo de Durango, Don José María González y Valencia.
Y está en veremos el caso del Primer Obispo de Obregón, Son., Don José Soledad de Jesús Torres Castañeda, quien fue secuestrado, torturado y ultimado mediante el degüelle, en la serranía duranguense, en 1967, en cuyo caso “no se ha hecho justicia”, según dejó escrito en sus Memorias (Editorial Diana, 2002) Don Antonio López Aviña, Arzobispo de Durango, a quien tocó vivir ese suceso.
Ni en las guerras de Reforma, la Revolución de 1910, ni en la Cristera, había sido asesinado un obispo. Después siguió el de Posadas Ocampo, en el aeropuerto de Guadalajara… Y luego otros en Sudamérica, como Oscar Arnulfo Romero, reconocido hace poco por el Papa Francisco.