Presencia Real de Cristo en Eucaristía, Reiterada

Corpus Christi

(Portal CEM. 2021/06/03).

 

En la fiesta del Cuerpo y la Sangre de Cristo conmemoramos lo que inició el Jueves Santo, durante la última Cena, cuando Jesús quiso quedarse con nosotros y ser nuestro alimento de vida eterna, dejándonos en el pan y en el vino su presencia eucarística.

Los orígenes de la fiesta del Corpus Christi se remontan al siglo XI, cuando Berengario de Tours negó la presencia real de Cristo en la Eucaristía. El Papa Gregorio VII, en 1079, condenó oficialmente esta doctrina herética, pero lo más relevante es que la Iglesia se dio cuenta de la necesidad de fomentar el culto a la presencia de Cristo en la Eucaristía. Además de expedir el mandato de comulgar por lo menos una vez al año, por “Pascua Florida”, surgió la costumbre de exponer el Santísimo en la custodia.

 

De ese tiempo es también la costumbre de visitar al Santísimo en el Sagrario, donde se reserva el Pan eucarístico. Es preciso recordar que el Sagrario no es una especie “almacén” de hostias consagradas, sino el lugar sagrado para reservar la Eucaristía, en orden a distribuirla a los enfermos, presos y a quienes por motivo grave no pueden asistir a la celebración.

Una santa mujer, Juliana de Mont Cornillon (+1258), que tenía gran veneración al Santísimo Sacramento, trabajó para que se instituyera una fiesta a la Eucaristía. Ella le hizo saber su deseo al Obispo Robert de Liège, quien después de un sínodo (1246), ordenó que la celebración se tuviera el año siguiente, en 1247. Otra mujer, Eva, también ferviente adoradora de la Eucaristía y ermitaña, le insistió al Obispo R. de Liège, que pidiera al Papa Urbano IV que extendiera la celebración a todo el mundo. Así, en 1264, ensalzando el amor de Cristo expresado en la Santa Eucaristía, el Papa decretó que se celebrara la solemnidad de Corpus Christi el jueves después del domingo de la Santísima Trinidad y otorgó indulgencias a los fieles que asistieran a la santa Misa y al Oficio, por cierto uno de los más bellos, compuesto por Santo Tomás de Aquino, a petición del Papa.

Un signo devocional significativo es la procesión. Ésta hunde sus raíces en el Antiguo Testamento, en la marcha del Éxodo, de la esclavitud de Egipto a la Tierra Prometida. Según el Libro de los Números el Pueblo hebreo se puso en movimiento, según el orden de las tribus. El Deuteroisaías y el Libro de Esdras presentan el regreso del exilio de Babilonia a Jerusalén como una festiva y alegre procesión. Caminan cantando salmos, dirigiendo sus pasos a la reconstrucción de su Templo y de su Patria. En el Nuevo Testamento, la procesión que destaca es la entrada de Jesús en Jerusalén, la cual marca la conclusión ritual de su peregrinación por este mundo, y el preludio de su Misterio Pascual.



En la historia de la Iglesia, las procesiones están presentes a partir del siglo IV, una vez concluido el largo periodo de persecuciones. Los cristianos solían trasladar los restos de los mártires, a los templos dedicados a ellos, en grandes emotivas procesiones.

La procesión es un acto comunitario de fe. Esta imagen del caminar juntos es la que está en la base de lo que significa la “sinodalidad”, la cual abarca todos los momentos y circunstancias de nuestra vida eclesial. Caminamos juntos, como hermanos, formando una sola comunidad, gracias a la unidad que genera el Espíritu de Dios, a pesar de nuestras diferencias humanas.

Hoy más que nunca, como Iglesia, necesitamos ser testimonio preclaro de que se puede caminar en fraternidad y comunión, en medio de sociedades polarizadas y enfrentadas por ideologías y preferencias políticas.

Al avanzar en procesión por calles, barrios, colonias y demás lugares donde se desarrolla la vida cotidiana, los peregrinos, como Iglesia en marcha, profesamos públicamente nuestra fe. Unidos en oración, cánticos o incluso en silencio nos reconocemos como hermanos, implicados en los mismos desafíos y problemas que debemos asumir y afrontar, conforme al plan de Dios.

La procesión del Corpus Christi es muy significativa. Los creyentes caminamos profesando nuestra fe en Jesucristo Pan de la Vida. Proclamamos que el Señor ha querido quedarse con nosotros en su Cuerpo y Sangre para ser nuestro alimento, y él bendice ciudades y poblaciones, pero sobre todo a las personas. Nosotros agradecemos tan magnífico don, que concede vida verdadera al mundo. Con esta vida divina se desarrolla en plenitud la existencia humana, en su dimensión personal, familiar, social, cultural…, “pues de la Eucaristía ha brotado a lo largo de los siglos un inmenso caudal de caridad, de participación en las dificultades de los demás, de amor y de justicia” (Benedicto XVI).



Que nuestra vivencia en la procesión del Corpus Christi nos impulse a vivir la fraternidad y la comunión y nos motive a proseguir el camino de nuestra vida con decisión y responsabilidad, sabiéndonos amados, consolados y fortalecidos por nuestro Señor. Pero no olvidemos que el objetivo principal de la Eucaristía es ser nuestro alimento. Si bien le debemos adoración, alabanza y honor, Jesús quiso quedarse en ella ante todo para nutrirnos, darnos vida y ser principio de esa auténtica unidad que genera el comer del mismo pan y beber del mismo cáliz. La Eucaristía nos inspira, con la expresión que contiene en sí misma, la oblación suprema de Jesucristo, a dar la vida por los demás, a seguirlo, para que también nosotros aprendamos cómo ser ofrenda para nuestros hermanos.

“Hoy celebramos con gozo la gloriosa Institución de este banquete divino, el banquete del Señor. Esta es la nueva Pascua, Pascua del único Rey, que termina con la Alianza tan pesada de la Ley…”

+Adolfo Miguel Castaño Fonseca
Obispo de Azcapotzalco.