Srebrenica: el agresor no había sido desarmado
La masacre de Srebrenica de hace 25 años fue uno de los peores actos de brutalidad desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Un crimen contra la humanidad. Para el Papa Juan Pablo II, el asesinato de 8.000 hombres representó “la derrota de la civilización”
Jean Charles Putzolu – (Vatican News, 110720).
El 11 de julio de 1995, en nombre de la “limpieza étnica”, más de 8.000 hombres bosnios, algunos de los cuales apenas adolescentes, fueron masacrados por el ejército serbio-bosnio bajo el mando de Ratko Mladic, arrestado después de quince años de fuga y condenado a cadena perpetua a finales de 2017 por el Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia por genocidio y crímenes contra la humanidad.
El domingo 16 de julio, cinco días después de la masacre, Juan Pablo II habló de ella a la hora del Ángelus: “Las noticias y las imágenes de Bosnia, y en especial de Srebrenica y de Zepa, atestiguan el hecho de que Europa y la humanidad se han hundido aún más en el abismo de la abyección. Ninguna causa, ningún proyecto pueden justificar acciones y métodos tan bárbaros: ¡son crímenes contra la humanidad! ¡Cómo querría que mi palabra, mi afecto y mi oración llegaran a esos hermanos y a esas hermanas, rechazados en el camino del éxodo en la más extrema miseria! Suplico a todos los hombres de buena voluntad que continúen sin cansarse socorriendo a esas poblaciones martirizadas. Lo que se está consumando ante los ojos del mundo entero constituye una derrota de la civilización. Estos delitos permanecerán como uno de los capítulos más tristes de la historia de Europa”.
Durante los tres años de guerra que siguieron a la declaración de independencia de Bosnia y Herzegovina, el 6 de abril de 1992, que terminó con los Acuerdos de Dayton el 14 de diciembre de 1995, Karol Wojtyła no escatimó esfuerzos para denunciar los innumerables actos de violencia, tortura y abuso sufridos por la población civil. En este período oscuro, multiplicó los llamamientos para “desarmar al agresor” y para el derecho-deber a la “injerencia humanitaria” mientras el mundo miraba la tragedia casi pasivamente y constataba la ineficiencia de las tropas de las Naciones Unidas desplegadas sobre el campo. En el enclave musulmán de Srebrenica se debatirá largamente acerca del grado de implicación de los cascos azules holandeses en las operaciones de separación de las mujeres y de los niños, expulsados por los hombres del general Mladic, mientras que los hombres, más de ocho mil, incluidos adolescentes, serán masacrados con frialdad y cobardía.
Desde los primeros meses de la guerra, Juan Pablo II se negó a guardar silencio: “En conciencia no puedo callar”. Pidió a las Naciones Unidas y a Europa el valor de la “injerencia humanitaria” para “desarmar al agresor” en la ex Yugoslavia. El 5 de diciembre de 1992 intervino en Roma ante la Conferencia Internacional sobre Nutrición organizada por la OMS y la FAO: “La conciencia de la humanidad, apoyada ahora por las disposiciones del derecho internacional humanitario, pide que se haga obligatoria la intervención humanitaria en situaciones que comprometen gravemente la supervivencia de los pueblos y de enteros grupos étnicos: es un deber para las naciones y la comunidad internacional”.
El 23 de enero de 1994, día de oración por la paz en los Balcanes, a la hora del Ángelus expresó su desolación ante este conflicto que nada parecía capaz de detener: “La guerra en las regiones de la ex Yugoslavia sigue resistiendo cualquier intento de pacificación y nos perturba a todos por sus crueldades y sus múltiples violaciones de los derechos humanos. ¡No, no podemos resignarnos! ¡No debemos resignarnos! Sigue siendo responsabilidad de los organismos competentes no dejar de lado nada de cuanto sea humanamente posible para desarmar al agresor y crear las condiciones para una paz justa y duradera.
Durante la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos, enfatizó su pesar: “Hace unos pocos años nos alegramos de la caída de un muro que durante décadas fue un símbolo de la división del mundo en dos bloques opuestos. Parecía el amanecer de un nuevo mundo. ¿Quién habría podido sospechar que, en el corazón de Europa, se alzarían tan repentinamente otros muros, que lanzan entre hermanos, barreras de odio y de sangre?”.
En septiembre de 1994, mientras el conflicto estaba en marcha, Juan Pablo II fue a Zagreb, en Croacia. No pudo ir a Sarajevo, como deseaba, pero le dijo a la gente: “No están abandonados. Estamos con ustedes. ¡Estaremos cada vez más con ustedes!”. Ese mismo año puso a Europa ante sus responsabilidades en la Carta Apostólica Tertio millennio adveniente: “Después de 1989 han surgido nuevos peligros y nuevas amenazas… nuevos peligros y nuevas amenazas. En los países del antiguo bloque oriental, tras la caída del comunismo, apareció el grave riesgo de los nacionalismos, como desgraciadamente lo demuestran los acontecimientos de los Balcanes y de otras áreas vecinas. De este modo, obligó a las naciones europeas a un serio examen de conciencia, en el reconocimiento de culpas y errores cometidos históricamente, en el ámbito económico y político, con respecto a las naciones cuyos derechos fueron violados sistemáticamente”.
Dos años después del fin de la guerra en Bosnia, Juan Pablo II pisa el suelo de la ciudad herida de Sarajevo, donde el cemento, de color rojo sangre, cubre los agujeros dejados por los proyectiles. Tan pronto como aterrizó, el 12 de abril de 1997, pronunció estas palabras: “Nunca más la guerra, nunca más el odio y la intolerancia”. Y mientras las llagas siguen abiertas, los edificios destripados a lo largo de la “avenida de los francotiradores” donde se derramó la sangre de tantos civiles inocentes, a menudo enterrados en el mismo lugar con una simple cruz plantada en la hierba, el Papa invitó a perdonar: “El instinto de la venganza debe ceder el paso a la fuerza liberadora del perdón, que ponga fin a los nacionalismos exasperados y a las consiguientes disputas étnicas”. Como en un mosaico, es necesario que se garantice a cada componente de esta región la salvaguardia de su identidad política, nacional, cultural y religiosa”.
Consciente de que las heridas tardarán en cicatrizar, Juan Pablo II señala cuatro edificios simbólicos en Sarajevo: la Catedral católica, la Catedral ortodoxa, la Mezquita musulmana y la Sinagoga judía. No son sólo lugares de oración, explica el Pontífice, “sino que también constituyen una advertencia visible para el tipo de sociedad civil que los hombres de esta región quieren construir: una sociedad de paz”. Y afirma que para una paz estable, “sobre el trasfondo de tanta sangre y tanto odio”, es necesario “descansar en el coraje del perdón. Es necesario saber pedir perdón y perdonar”.
Dieciocho años después de la visita de Juan Pablo II, otro peregrino de la paz pone pie en el suelo de Sarajevo: es el 6 de junio de 2015. Casi veinte años después de la masacre de Srebrenica, en un país que todavía no ha superado todos sus problemas, donde la guerra ha dejado profundas huellas, Francisco declara que “las relaciones cordiales y fraternas entre musulmanes, judíos, cristianos y otras minorías religiosas” tienen una importancia que va mucho más allá de las fronteras de Bosnia-Herzegovina: “Dan testimonio al mundo entero de que es posible la colaboración entre los diversos grupos étnicos y religiones con miras al bien común”. Dirigiéndose a los miembros de la presidencia colegiada compuesta por tres representantes para las comunidades serbia, croata y bosnia, de conformidad con los acuerdos de 1995, Francisco pide que el reconocimiento de los “valores fundamentales de la humanidad común” para colaborar, construir, dialogar, perdonar y crecer; valores que deben oponerse a la “barbarie” y a los “gritos fanáticos de odio”.