¿De qué lado queremos estar al terminar la cuarentena?.
La pandemia por Covid-19 ha infectado al día de hoy a casi 8 millones de personas y ha matado a casi 500 mil. De manera simultánea se está desarrollando otra pandemia mucho más grave, silenciosa y de más largo alcance: la pandemia de enfermedades psicológicas y emocionales.
En nuestro círculo familiar, laboral y de amistades que abarca quizá a un centenar de personas, probablemente conozcamos a unos pocos contagiados y tristemente a algún fallecido. Pero ¿a cuántos que han padecido ansiedad, preocupación, tristeza, frustración, desesperación, rabia e incluso depresión, a propósito del confinamiento; la convivencia estrecha entre los matrimonios; los problemas de los hijos y padres; el trabajo y negocio; la economía, el rumbo del país; las decisiones erráticas de los gobernantes y el entorno global?
En este sentido, según datos de la Organización Mundial de la Salud (OMS) a fin de 2019 había 450 millones de personas en el mundo que sufrían de un trastorno mental o de la conducta y alrededor de un millón de personas que se suicidaban cada año. Estos números se han incrementado drásticamente en los últimos meses, particularmente en lo que se refiere a los trastornos de ansiedad y depresión, así como otras patologías.
La OMS define que la salud “es un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades». Para ese organismo, la salud mental es “un estado de bienestar en el cual el individuo es consciente de sus propias capacidades, puede afrontar las tensiones normales de la vida, puede trabajar de forma productiva y fructífera y es capaz de hacer una contribución a su comunidad”.
En este sentido, los retos que ha representado esta cuarentena en lo personal, familiar, laboral, espiritual, social son incalculables. Al principio, teníamos mucha esperanza de que la pandemia nos iba a obligar a reflexionar y nos ayudaría cambiar para bien a la mayoría de nosotros; que adquiriríamos consciencia respecto de lo importante, jerarquizaríamos la vida con una adecuada escala de valores, retomaríamos la importancia de la familia, de la ética, de lo espiritual, del cuidado del planeta, dejando a un lado lo superfluo y concentrándonos en el verdadero propósito de nuestra existencia.
No obstante, conforme han avanzado las semanas, hemos ido advirtiendo tres posturas generales que las personas han ido adquiriendo:
Primero.- Que volvamos a ser y a hacer exactamente lo mismo que antes, lo cual sería un verdadero despropósito, ya que el dolor, sufrimiento y muerte de tantos no servirá para nada.
Segundo.- Que experimentemos un cambio, una conversión profunda en lo personal, familiar y comunitario que nos lleve a ser mejores seres humanos, a compartir en lugar de competir, a guiarnos por los valores universales del bien, la verdad, la justicia, la paz, la solidaridad, el amor y tantos otros que necesita nuestro mundo.
Tercero.- La más peligrosa de todas: que regresemos más codiciosos, despiadados, egoístas, viendo sólo nuestro bien, el lucro, el dinero, el poder, sin importarnos los demás. Por desgracia, esta última posibilidad la hemos palpado en últimas fechas todos nosotros en el trabajo, la calle e incluso la familia.
Hago votos para que todos y cada uno de nosotros optemos por la opción de un cambio positivo y sensibilicemos a las personas en nuestros distintos ámbitos de influencia, para lograr una conversión individual y comunitaria profunda y duradera —basada en la libertad humana— que nos asegurará un mejor futuro como humanidad.
El contenido de este artículo, es responsabilidad del autor (cuyo nombre no aparece en esta edición, fechada el 17/06/20) y no representa una postura o lineamiento de “Inspírame Dios”.