90 años de la Cristiada
(Portal CEM, 2019/06/21)
Se cumplen 90 años de los Acuerdos de paz con los que llegó a su fin, de manera formal, la llamada Guerra Cristera que tuvo lugar durante casi mil 100 días a partir de 1926, de modo que a partir del 21 de junio de 1929, los templos que habían permanecido cerrados al culto, porque no había condiciones de seguridad para los fieles, volvieron a abrir sus puertas paulatinamente.
La Cristiada, como también se le conoce a este movimiento armado, fue consecuencia de las leyes publicadas por el Presidente Plutarco Elías Calles, el 2 de julio de 1926, reformando el Código Penal para convertir en delitos del orden común diversos aspectos del culto religioso y de la enseñanza católica.
Algunos de estos Artículos atentaban contra la libertad y la vida religiosa en México, como por ejemplo: el 1° multaba a quien ejerciera el ministerio sacerdotal sin ser mexicano; muchos sacerdotes extranjeros fueron expulsados; el 3° amenazaba con clausurar escuelas que no fueran completamente laicas; el 6° disolvía todo convento; el 17, confinaba todo acto religioso al interior de los templos. Esta Ley entró en vigor el 31 de julio de 1926, y por esa razón, los obispos decidieron cerrar las iglesias a partir de esa fecha.
En un México mayoritariamente católico, donde la religión católica forma parte de la cultura de los pueblos, hubo grandes inconformidades que condujeron a un levantamiento armado, principalmente en Jalisco, Guanajuato, Guerrero, Michoacán, Nayarit y Zacatecas, pero también hubo levantamientos en Puebla, Oaxaca, San Luis Potosí, Durango y en el Estado de México.
La Cristiada tuvo antecedentes que lastimaron sobremanera al pueblo mexicano, como el atentado dinamitero contra la imagen de la Virgen de Guadalupe en el Tepeyac que tuvo lugar el 14 de noviembre de 1921; los intentos de boicot contra el Primer Congreso Eucarístico Nacional en 1924; o la destrucción del Monumento a Cristo Rey en Silao, Guanajuato, en 1928,
En paralelo a los soldados llamados cristeros, surgió la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa, movimiento surgido desde 1925, y que llegó a reunir a miembros de otras agrupaciones católicas, como los Caballeros de Colón, las Damas Católicas, la Congregación Mariana de los Jóvenes, la Adoración Nocturna, y la ACJM, a cuyos frentes hubo otro tipo de caudillos y líderes que no se levantaron en armas, pero en cambio, promovieron acciones como un boicot en contra del gobierno.
Con las iglesias cerradas, y la orden de que todos los sacerdotes se deberían registrar ante Gobernación para tener un absoluto control sobre cuestiones de la Iglesia, la mayoría del clero se escondió en el Distrito Federal y en las principales ciudades, alojados por familias católicas, mientras que “los campos permanecían literalmente abandonados”, según palabras del Dr. Jean Meyer, experto en este tema.
La mayor parte de los obispos mexicanos, que a la larga terminaron en el exilio en los Estados Unidos, se opuso a cualquier acción violenta. En una carta de Mons. Mora y del Río, del 21 de abril de 1927, dirigida a Gobernación al momento de ser expulsado del país, decía: “El Episcopado no ha promovido ninguna revolución, pero ha declarado que los seglares católicos tienen el derecho innegable de defender por la fuerza los derechos inalienables que no pueden proteger por medios pacíficos”.
Según el Dr. Meyer, hubo valerosos obispos que dada su cercanía a las zonas de conflicto, “se echaron al campo para administrar sus diócesis, durante 3 años, como los obispos de los primeros siglos del cristianismo”. Ellos fueron: Mons. Amador Velasco, obispo de Colima; y Mons. Orozco y Jiménez, Arzobispo de Guadalajara, pero ambos, no apoyaron el levantamiento armado.
Jean Meyer precisa en su libro sobre la Cristiada: que “de 38 prelados, puede decirse que tres fueron “ligueros”, refiriéndose a la Liga que defendía la Libertad Religiosa: los de Huejutla, Tacámbaro y Durango… “los tres hasta fines de 1926, habían prohibido todo recurso a la violencia, y el que abrazó más apasionadamente la causa de los cristeros, Mons. Manríquez, había condenado en tres ocasiones la violencia y propuso a los cristeros la muerte en el circo bajo la garra de los leones”.
Hubo sacerdotes valerosos y fieles a su papel de pastores de almas, que, sin tomar parte en el conflicto armado, continuaron celebrando a misas e impartiendo sacramentos a ocultas, pero cuando eran descubiertos por los militares o denunciados por enemigos de la iglesia, muchas veces, movidos a causa personal cargada de odio y de venganza por las bajas causadas por los cristeros, fueron sentenciados a muerte.
Tal es el caso de san Cristóbal Magallanes y sus 24 compañeros mártires que el Papa Juan pablo II beatificó y canonizó en Roma, durante el Jubileo del año 2000. Un segundo grupo, de 13 mártires, laicos en su mayoría, fueron beatificados en Guadalajara. Todos ellos dieron su vida por la fe, perdonando a sus verdugos, y al grito de Viva Cristo Rey y la Virgen de Guadalupe. Hubo otro tipo de mártires, como el padre Miguel Agustín Pro, fusilado sin juicio previo, el 23 de noviembre de 1927, y que vivía en la Ciudad de México.
El conflicto alcanzó proporciones que se salieron del control, y fue necesaria la mediación diplomática del embajador de Estados Unidos, Dwight W. Morrow, el de Chile: Miguel Cruchraga, y otras personalidades. En cuanto a la postura de Roma, el Dr. Meyer señala: “el 27 de noviembre de 1936, Pío XI elogiaba “las altas virtudes episcopales… los servicios insignes llevados a término por un alma y un corazón de apóstol en beneficio de la causa de la Iglesia. El intermediario oficial entre Roma y los obispos desde diciembre de 1927, Mons. Días hizo triunfar su idea según la cual la guerra no podía conducir a nada, idea compartida por su colega de más edad, Mons. Ruiz.”
Finalmente, se acordó poner fin al conflicto el 21 de junio de 1929, con la reapertura de los templos y el compromiso del Estado de ser flexible en la aplicación de las leyes; esto ocurrió durante el gobierno del presidente Emilio Portes Gil.
Por desgracia, los acuerdos no se cumplieron cabalmente, y durante algunos años más, hubo actos de violencia contra sacerdotes y gente de fe, como es el caso del asesinato de la catequista Luz María Camacho, en Coyoacán, o el asesinato en Veracruz del beato Darío Acosta Zurita, asesinado en plena misa.
Inspirado por el amor ferviente de los mexicanos a Cristo Rey, la Santa Sede instituyó esta fiesta litúrgica para la Iglesia universal, antes del Adviento.
Carlos Villa Roiz